La Nación, 23/3/2006

A cada cual lo suyo
Por Pacho O´Donnell

Se ha instalado el hábito, no ingenuo como veremos, de nombrar al ominoso Proceso de Reorganización Nacional como “dictadura militar” (también lo hace la comunicación del actual gobierno), con lo que se indulta la esencial participación civil en él.

Las consideraciones que siguen no oscurecen el coraje con que muchos civiles se opusieron al Proceso, pagando el costo del descenso a un inimaginable infierno de tortura, muerte y desaparición. Pero como contrapartida, está absolutamente demostrado el compromiso de políticos, economistas, religiosos y periodistas en la preparación del golpe de Estado favorecido por el pésimo gobierno de María Estela Martínez de Perón y José López Rega, que, con su insólita ineficiencia, la violencia parapolicial de la Triple A, la corrupción generalizada y la licuación de salarios y ahorros había creado un vacío de poder y una disconformidad colectiva que facilitaron el suave aterrizaje del golpe.

La designación de José Alfredo Martínez de Hoz y su equipo de colaboradores estaba decidida con mucha anticipación, así como el proyecto de progresivo desmantelamiento del Estado en favor de sectores concentrados nacionales e internacionales, sobre todo financieros.

También estaban asignados los jefes de las Fuerzas Armadas que tendrían a su cargo la represión necesaria para la instalación de ese proyecto, que se enraizaba en una nefasta tradición histórica argentina: liberal en lo económico y autoritario en lo político-social. En este caso, ambos principios llevados a su exacerbación, puesto que el pretexto no era, como en asonadas anteriores, el supuesto reordenamiento de la vida institucional: lo que se puso en marcha el 24 de marzo de 1976 fue el intento de transformación total de la organización económica, social y política de nuestro país, en el convencimiento de que sus males se debían al populismo, con sus pecados de mercado protegido, distribucionismo e industria subvencionada, que debían dejar lugar al libre juego del mercado. Eso, a la postre, se reveló como una estrategia suicida que nos derrumbó en una crisis de la que aún no hemos emergido.

Una vez instalada la dictadura en el poder, la complicidad civil fue aún más manifiesta. “Que los militares hayan sido los principales responsables no implica perder de vista la colaboración prestada por amplios sectores de la sociedad, ya sea mediante el apoyo explícito a la dictadura o a través de silencios cómplices que ayudaron a conformar el consenso civil al nuevo régimen”, dice el historiador Juan Suriano.

Los ministerios de Educación, Cultura, Relaciones Exteriores y Economía fueron ocupados por civiles, que nunca fueron juzgados por ello. También colaboraron periodistas que batieron el parche con lo de “los argentinos somos derechos y humanos”, con la indignación por la supuesta campaña argentina en el exterior y, sobre todo, haciendo oídos sordos a los gritos de torturados y desaparecidos; políticos de todos los partidos, nacionales y provinciales, que aceptaron cargos de gobierno, intendencias, intervenciones gremiales y misiones en el exterior; economistas de primer nivel que diseñaron, justificaron y protagonizaron políticas económicas que era obvio que conducían al desastre, pero que les permitieron, mientras duraron, rentabilísimos negocios especulativos; miembros de la cúpula de la Iglesia que, en contraste con el heroico compromiso cristiano de muchos sacerdotes, justificaron atrocidades y fueron insensibles a los reclamos de progenitores desesperados que acudían a ellos en busca de mediación ante los dueños de la vida y la muerte; empresarios que privilegiaron los negocios con el Estado facilitados por la absoluta falta de controles institucionales; artistas que se avinieron, con provecho económico, a filmar películas que exaltaban el Mundial o amables comedias con militares como protagonistas; sindicalistas que aprovecharon el terrorismo estatal de ultraderecha para eliminar a sus adversarios del peronismo de izquierda y que luego colaboraron con el proyecto político de Massera, e intelectuales de valía que, a pesar de que muchos de sus colegas habían desaparecido o se habían visto obligados a exiliarse, aceptaban almuerzos con Videla, embajadas en el exterior o escribían y opinaban sobre temas comprometedores.

El olvido colectivo que se ha abatido sobre un factor tan esencial de aquella época negra se debe a que muchos de los cómplices civiles del Proceso continúan hoy en actividad, ocupando cargos públicos, opinando desde los medios de difusión, aconsejando sobre temas económicos, actuando y dirigiendo películas o programas televisivos, conduciendo gremios y obras sociales o representando a la Iglesia.

Además, seamos francos: la mayoría de la población adoptó una actitud de pasiva complicidad con la dictadura, por temor o por insolidaridad, como ya lo había hecho a lo largo de la ristra de golpes en contra de gobiernos democráticos, como los que derrocaron a Yrigoyen, Perón, Frondizi, Illia, Isabel, poniendo en evidencia lo que Hugo Quiroga llama el “pretorianismo” de nuestra sociedad: “Es la aceptación de la participación de los militares en la esfera política. Cuando el orden constitucional pierde legitimidad, la solución de fuerza adquiere una vitalidad progresiva y se asienta en la crisis de confianza en el Estado democrático”.

Sectores amplios de la sociedad argentina optaron por hacer lo del avestruz, pretendiendo ignorar el aquelarre sangriento que sucedía ante sus narices con el pretexto de la lucha contra una guerrilla urbana que había sido rápidamente diezmada y desterrada. También buscaron diferenciarse de las víctimas del terrorismo estatal, refugiándose en el deleznable “algo habrán hecho”. Asimismo, se dejaron sobornar por la posibilidad, abierta por el dólar subvaluado, de los viajes al exterior, con el remanido “deme dos”.

Hubo dos instancias en las que el Proceso buscó y obtuvo un masivo apoyo de la civilidad. La primera fue el Mundial de Fútbol de 1978, en el que la Argentina se coronó campeón mundial. Los festejos se repitieron un año después, con la obtención del Mundial juvenil en Japón, cuando una alegre multitud acosó a la Comisión Internacional de Derechos Humanos, que había viajado para constatar la veracidad de las denuncias. Y la segunda, la Guerra de las Malvinas, declarada el 2 de abril de 1982. Miles de conscriptos sin instrucción ni experiencia fueron lanzados a combatir contra una de las naciones de mayor poderío bélico, que, además, contó con el apoyo de la OTAN. En ambas oportunidades, entusiastas muchedumbres vivaron a los uniformados de turno, que se asomaron al histórico balcón de la Casa de Gobierno llenando el ámbito por el que las Madres de Plaza de Mayo giraban desde el 30 de abril de 1977.

Es claro que los uniformados deberán pagar por su responsabilidad en aquella inmensa tragedia nacional, cuyas consecuencias perduran hasta nuestros días, pero reconozcamos que por ser hoy, paradójicamente, el sector social más indefenso de los que participaron se han vuelto aptos para que se descargue en ellos toda la responsabilidad. Así se puede disculpar al otro socio, sin el cual el Proceso no hubiera sido posible: los civiles.

Por ello, aunque nos duela, aunque nos comprometa, aprendamos a denominar el período 1976-1983 “dictadura cívico-militar” para cumplir con lo que hace muchos siglos reclamaba Simónides de Ceos: “La justicia consiste en dar a cada uno lo que merece”.

El autor es escritor, psicólogo y dirigente político.

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